Te cité en un café del centro, de esos que te gustan a vos, con ese
aire tanguero. Aceptaste y todavía me pregunto por qué. Llegaste con tu paso
ligero, con tu pelo castaño suelto y revoltoso. Nos sentamos cerca de la
ventana porque sé que te gusta mirar hacia fuera cuando tomás tu café y más
cuando los días son grises y fríos, como ese. Me mirabas con esos ojos tan
negros, tan tuyos; me mirabas interrogándome. No fue fácil hablar, nunca me fue
fácil hablarte, porque tampoco te entendía.
Pedimos café
con leche, pero esa vez nada para comer. Creo que vos estabas apurada y yo
tenía un nudo en el estómago. Cómo explicarte, cómo decirte que todo lo que
hice era un desencuentro conmigo mismo; cómo hacerte entender que las palabras
que no dije, eran todas las que debía haber dicho hace tiempo ya.
Empecé a
hablar, quizás un poco torpe, enredado, sin sentido, pero pareciste entender.
Me respondiste sobre la felicidad, las ganas de querer y de abrazar, pero todo
era una suposición y yo comprendí que estaba todo perdido. Me hablaste de la
felicidad, de las personas, de los proyectos y sobre tus decisiones en la vida.
Tus palabras sonaban tranquilas; las mías, nerviosas y rayadas. Me agarraste de
la mano, te sonreíste. Me deseaste felicidad, me deseaste un buen camino.
Dejaste el dinero de tu café en la mesa, te acercaste y me besaste. Me
saludaste con ese "adiós" que a veces sonaba tan frío en tu labios,
en tus ojos negros cada vez más profundos y más misteriosos. Saliste por la
puerta, te fuiste con todos mis sueños entre tus manos.
Todavía siento
tu beso cargado de cosas que no sé entender.
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