domingo, 28 de julio de 2013

Julio, una estación.



Esa tarde, julio nos encontró como todas los martes caminando hacia la parada de la estación, abrigados intentando no respirar tanto aire frío. Te miré porque me gustaban tus ojos y esa sonrisa medialuna que se te dibujaba en la cara cada vez que hablabas de lo tuyo. Me deleitaba porque sin que lo supieras era algo tan simple que llenaba totalmente mis días vacíos.
Hablabas ininterrumpidamente ante mi silencio provocado, un poco, porque me gustaba escucharte y, otro, porque me quedaba muda sin nada inteligente que decir para volver a llamar tu atención. Una que alguna vez tuve sin hacer demasiado y, que por razones que ahora se me antojan tontas, no supe aprovechar. Te dejé, pasar como tantas oportunidades… te dejé pasar y te fuiste alejando de mí y me convertí en tu compañera de trabajo superficial. Sí, te alejé con mi miedo, pero te plantaste tan dentro mío que todavía estás acá, tan instalado que punza y punza aunque lo niegue. Tu tono, tu encanto y esa mente a la que no me pude asomar a pesar de tantas charlas que sé no llegaban a revelar.
Mirabas hacia adelante porque ya no me mirabas tanto a los ojos, o quizás fui yo la que alejé esa mirada oscura y penetrante, porque me desnudaba el sentimiento. Mirabas como si delante tuyo se dibujara aquello en lo que pensabas y yo intentaba buscar donde apuntar mi vista, ahora huérfana de tanta dulzura, miraba las piedras de las vías, buscaba a lo lejos señales de la luz del tren. A pesar de tu distancia, a pesar de todo,  yo era feliz, por un momento, imaginando que aquello era eso que dejé pasar, porque al final solo vivía de ilusiones.