Esa tarde,
julio nos encontró como todas los martes caminando hacia la parada de la
estación, abrigados intentando no respirar tanto aire frío. Te miré porque me
gustaban tus ojos y esa sonrisa medialuna que se te dibujaba en la cara cada
vez que hablabas de lo tuyo. Me deleitaba porque sin que lo supieras era algo
tan simple que llenaba totalmente mis días vacíos.
Hablabas
ininterrumpidamente ante mi silencio provocado, un poco, porque me gustaba
escucharte y, otro, porque me quedaba muda sin nada inteligente que decir para
volver a llamar tu atención. Una que alguna vez tuve sin hacer demasiado y, que
por razones que ahora se me antojan tontas, no supe aprovechar. Te dejé, pasar
como tantas oportunidades… te dejé pasar y te fuiste alejando de mí y me
convertí en tu compañera de trabajo superficial. Sí, te alejé con mi miedo,
pero te plantaste tan dentro mío que todavía estás acá, tan instalado que punza
y punza aunque lo niegue. Tu tono, tu encanto y esa mente a la que no me pude
asomar a pesar de tantas charlas que sé no llegaban a revelar.
Mirabas hacia
adelante porque ya no me mirabas tanto a los ojos, o quizás fui yo la que alejé
esa mirada oscura y penetrante, porque me desnudaba el sentimiento. Mirabas
como si delante tuyo se dibujara aquello en lo que pensabas y yo intentaba
buscar donde apuntar mi vista, ahora huérfana de tanta dulzura, miraba las
piedras de las vías, buscaba a lo lejos señales de la luz del tren. A pesar de
tu distancia, a pesar de todo, yo era
feliz, por un momento, imaginando que aquello era eso que dejé pasar, porque al
final solo vivía de ilusiones.
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