miércoles, 26 de septiembre de 2012

Girasoles.



Escuché el graznido de lejos, me estremecí al voltearme y ver esa mancha oscura, que pronto se multiplicaría revoloteando hacia mí, otra vez. Traían ese mensaje endemoniado que temía. Su vuelo dibujaba sombras en la tierra, en los girasoles. Me asusté, el aire se me escapaba y solo quería buscar un refugio. No había nada, solo el amarillo estridente. El sonido aumentaba, el graznido parecía un grito de guerra feroz, un grito de guerra en mi contra. Un golpe, un girasol, el sol, sus ojos. Cuando desperté estaban encima, me lastimaban, grité, luché. Me dolían las heridas y eso me hacía golpear más y más fuerte. Apreté y sentí la humedad, el escozor me enfurecía, corté y rompí. El olor me cegaba, desmembré, aplasté y grité. Silencio. Un chirrido. Lloré, no solo por las heridas, lloré porque habían sacado lo peor de mí, la sangre no era solo mía, la sangre me teñía y ese olor metálico me enloquecía. El sol, el amarillo… la sed.

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