Escuché el graznido
de lejos, me estremecí al voltearme y ver esa mancha oscura, que pronto se
multiplicaría revoloteando hacia mí, otra vez. Traían ese mensaje endemoniado
que temía. Su vuelo dibujaba sombras en la tierra, en los girasoles. Me asusté,
el aire se me escapaba y solo quería buscar un refugio. No había nada, solo el
amarillo estridente. El sonido aumentaba, el graznido parecía un grito de
guerra feroz, un grito de guerra en mi contra. Un golpe, un girasol, el sol,
sus ojos. Cuando desperté estaban encima, me lastimaban, grité, luché. Me
dolían las heridas y eso me hacía golpear más y más fuerte. Apreté y sentí la
humedad, el escozor me enfurecía, corté y rompí. El olor me cegaba, desmembré,
aplasté y grité. Silencio. Un chirrido. Lloré, no solo por las heridas, lloré
porque habían sacado lo peor de mí, la sangre no era solo mía, la sangre me
teñía y ese olor metálico me enloquecía. El sol, el amarillo… la sed.
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