jueves, 24 de julio de 2008
Desvanecerse
Aquella tarde hacía mucho calor, yo estaba sentada sobre el pasto, donde había sombra, tenía en mis manos un libro que leía en voz alta, cada tanto me detenía para cruzar algunas palabras con vos. Vos, acalorado, pintabas frenéticamente ese maldito cuadro, hacía tiempo que lo habías empezado y nunca lo terminabas, nunca estaba perfecto para vos.
Siempre nos sentábamos juntos a disfrutar del arte, de forma diferente, pero siempre juntos. Vos con tus hermosos cuadros, yo con mis libros de texto. Te leía en voz alta porque te agradaba escucharme leer, te agradaba que nos sentáramos a la orilla del aquel lago, en invierno, en verano. Nos escapábamos a disfrutar de la naturaleza, nos escapábamos de la rutina, nos escapábamos de la gente, del trabajo, de los problemas.
Nos escapábamos para encontrarnos, para unirnos, para disfrutarnos, imposible en la ciudad. Imposible… ¡imposible despegarte de ese horroroso cuadro!
Lo empezaste ni bien comenzó ese verano, me gustó la idea que querías transmitir en él. Me gustaron los trazos, los colores, me gustaba tu cuadro, lo consideraba uno de los mejores que habías hecho. Te animé a que lo continuaras, te animé con la belleza del mismo, te daba ánimos todo el tiempo.
Esa tarde, esos últimos días de verano, ya lo pintabas frenéticamente, pitabas y pintabas, me asustaba en la forma en que posicionabas para pintarlo… aquella tarde fue nuestra última tarde en aquel lago.
Pasó el invierno, paso la primavera, el verano… y otra vez estábamos en el invierno, ¡y vos con tu cuadro!... ¡tu cuadro, tu cuadro, tu cuadro!
¡Ese maldito cuadro!... oleos y oleos gastados en cincuenta centímetros de tela, ¡tantos oleos que podrías haber pintado más de cinco cuadros!
Pinceles y espátulas destruidas, ¡vos! Tu cuerpo se empezó a encorvar, ya no te tirabas a mi lado a descansar un rato, tus manos comenzaron a deformarse de tanto trabajar con ellas, tu pelo largo, enmarañado, tu cuerpo sucio, tu ropa desprolija.
Te encerrabas en el cuarto de estudio, cerrabas la ventana y trabajabas hasta caer exhausto.
Te hablaba y no me escuchabas, te invitaba al río y no me querías acompañar, comías poco y nada, te consumías lentamente y sin darte cuenta.
Te llamaba a la puerta, apenas si me decías que ahora estabas ocupado y que en un momento saldrías que no te faltaba mucho.
Un momento eran horas, días, semanas, meses… ¡años!
Siguieron pasando las estaciones… siguieron pasando los fines de semana… siguió pasando tu vida, la mía.
Te llamé esa tarde, no me contestaste, entre a la fuerza y te encontré allí; barbudo, desprolijo, con el pelo largo, la piel transparente, raquítico. Me sentí desfallecer al verte. Mi amor se consumía frente a mí, te consumías, desaparecías ante la imponente belleza del cuadro. El cuadro te consumía. Parecías anciano, estando en plena juventud, lloré al verte, lloré a tu lado, te abracé con temor a romperte.
Agarre el cuadro, haciendo caso omiso a tus plegarias. Lo subí al auto, llorabas atrás mío, suplicabas por tu cuadro, poco podías hacer por detenerme, estabas débil, frágil.
Subiste al auto te abrazaste a tu obra.
Arranque el auto y comencé a manejar enloquecida, fuimos hasta aquella orilla nuestra.
Te tapabas los ojos con una mano por la luz, con la otra abrazabas receloso el cuadro. Te baje del auto al llegar al lago, busque sombra y te deje allí con tu cuadro, te hablaba gritaba, lloraba frente a vos, vos susurrabas algo que no entendía, mirabas a tu cuadro, no me escuchabas.
Me senté a leer, mi voz se quebraba por los sollozos. Te había traído tus cosas para que pintaras, tardaste en ponerte a hacerlo porque casi no podías ver con tanta luz.
Cuando tomaste las espátulas y los oleos, comenzaste otra vez con ese frenético vicio de tu obra.
Te hablaba y no me escuchabas, te preguntaba por la historia que te contaba y tampoco me respondías.
Me levante furiosa te empuje de enfrente del cuadro, tomé las espátulas y las clave sobre la tela una y otra vez, trataste de detenerme pero con tu poca fuerza de piel y hueso, no podías, sentía tu mano pinchuda tomarme la espalda intentado empujarme, correrme.
Escuché tus gritos, tus lamentos, pero no podía detenerme. ¡Odiaba ese cuadro! Lo odiaba, odiaba cada segundo que pasaste con esa maldita pintura, odiaba en la forma que te había destrozado, odiaba la forma en que nos había distanciado.
Tome lo que quedaba de aquella tela destruida y la arrojé al río.
Me di vuelta y te miré.
Te habías acurrucado en posición fetal en el piso, llorabas descontroladamente y gritabas de dolor. Tu piel se abría con facilidad por el paso del frío de aquella habitación, en la que tanto tiempo estuviste, al calor del verano, el calor del aire en aquella orilla del lago.
Te desarmabas frente a mí.
Te tomé en mis brazos, me temías, lo notaba en tus ojos, te me desangrabas, intente levantarte, pero era peor, más te lastimaba…
Lloraba al verte sufrir, lloraba porque te desvanecías frente a mí.
Llame a una ambulancia desde el celular, te envolví entre mis brazos de la forma más delicada que pude, y esperé impaciente a que llegara…
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