Decidí dejar de remar, la bastedad me estaba enloqueciendo, no había
nada, solo agua y las fuerzas se me habían ido, tiré el remo y me acosté en la
balsa, esperando a la muerte, quizás, ya no creía en milagros. Sentí el ardor
de mi piel quemada, la necesidad de agua después de dos días sin lluvia y
deseándola cada vez más y más al ver tanto a mi alrededor, pero el agua era
veneno. El hambre ya había pasado a ser un dolor punzante en mi estómago, pero
el corazón seguía palpitando, el calor y la vida, seguía corriendo por las
venas, no podía dormir, no podía hablar, solo ver ese cielo celeste, inmenso,
sofocante e infinito, como mi agonía.
Mar, pensar que eras el complemento de la naturaleza, pensar que
debajo mío había tanta vida, tanto movimiento. El mar se convirtió en mi tumba,
la calma que había internalizado un zumbido insufrible dentro mío me gritaba
una y otra vez el deseo de morir, dejar de remar había sido el comienzo del
fin.