Nos sentamos como todas las tardes en los sillones, para enfrentar
nuestras ideas y pasar el rato. Lo vi en aquella posición, relajado, con su
vaso de whisky en la mano, la mirada lejana mientras tocaba temas de literatura,
música, arte y de pasajes históricos. La
luz era escasa, nos gustaba así, y recaía en su pelo castaño haciéndole notar
reflejos rojizos. Me encantaba ver esos ojos negros y profundos. Era pausado
para hablar y contrastaba con mi manía de una charla rapaz. Bebía a intervalos
ese whisky que impregnaba su lengua,
dientes y saliva. No, el whisky no me gustaba, pero soportaba sus besos
contaminados de alcohol, por el solo hecho de besarlo.
Me gustaba su paz, su tranquilidad, la forma en que movía el vaso
esperando que el whisky se mezclara con el frío del hielo. Era meticuloso,
ordenado, la prolijidad se notaba en su vestuario, en su armario. Tenía los
libros ordenados alfabéticamente y la ropa por color. Soportaba sosegado mis
temporales desordenes. Llegaba a su departamento revolucionando la tranquilidad
del lugar con mis botas desparramadas por el living, huyendo una de la otra, la
cartera sobre la mesa ratona con la mitad del contenido volcado, mi saco sobre
el sillón como si luchara para no caerse al suelo. Resquebrajaba el silencio de
su casa con mi rock durante las mañanas, el ruido de cacerolas y sartenes
durante el mediodía hasta comprender su mutismo durante la noche, ese silencio
que nos encontraba en la habitación hasta la madrugada fría… tenue.
Sí, eso me gustaba de él, pero sabía… sabíamos, en aquella tarde,
que no éramos más que compañeros de la soledad.